Por estos días el oficio literario se ha visto de muchas maneras ligado al arte de cocinar e incluso el placer de comer. Los pasados han sido episodios de influencias y denuestos, marcado todo por un increíble afán de figurar en la escena mediática a cualquier costo. De un lado y de otro se ha dicho barbaridades y verdades, lamentablemente envueltas en un solo discurso, muy poco feliz y con mucho de mala leche.
En el mismo El País, por cierto, ha sido publicada la nota Psicoculinaria -a propósito del revuelo comentado- en el que se explica el contexto actual de locura culinaria que vive el Perú. Se dice que el boom de la gastronomía peruana representa hoy para el país el 10% del PIB nacional, da trabajo a miles de personas y se ha convertido en el tema de conversación que rompe con todo tipo de prejuicios sociales o raciales, que aún tienen tanto peso.
Al respecto, es periodista Beto Ortiz publicó en su columna de Perú 21 una muy elocuente y hasta divertida crónica de los hechos pasados, aderezando brillantemente lo que, a su entender, se escondería mezquinamente en la mente de los protagonistas más ilustres de esa novela fallida. Sin embargo, el escritor Fernando Iwasaki, alojando en su blog en el mismo diario El País, da cuenta de una pluma mucho más sensata y da luces sobre el reto que nos espera, a propósito de tareas pendientes que no solo estarían del lado de los fogones sino, como hemos dicho desde esta ventana desde hace mucho, del lado de la cultura, el conocimiento y hasta la ciencia. Si no, de qué estaríamos hablando.....
A continuación, reproducimos el post de Iwasaki en la web de El País.... disfrútenlo!
DEBATE: GASTRONOMÍA
PERUANA Y LITERATURA
El locro filantrópico
El patriotismo culinario no es perverso y
hasta me inspira simpatía, pero quienes sí me parecen malignos y peligrosos son
los modernos adalides de la cocina de vanguardia
Fernando iwasaki - 6 de febrero de 2012
Sospecho
que todos estaremos de acuerdo en que los conceptos deextraño y extranjero suponen unas mínimas nociones acerca
de lo normal y lo autóctono, pues sólo desde
el idílico orden propio -aborigen o nacional- es posible experimentar pánico,
estupor, perplejidad o fascinación hacia lo extranjero. A los niños de la
década de los sesenta, por ejemplo, nos enseñaron que lo extranjero siempre era
mejor que lo peruano, ya se tratara de ropa, chocolates o películas. Y así,
cuando la dictadura del general Velasco suprimió todas las importaciones y
especialmente las de juguetes, los niños de mi generación intuimos que había
países a pilas y países a cuerda.
En
realidad, el temor y la desconfianza hacia lo propio y lo nacional
sobrevivieron a pesar de mi formación universitaria, pues cuando mi esposa
estaba preparada para recibir una inyección epidural en la médula espinal y así
dar a luz sin dolor a nuestra hija mayor en un hospital de Lima, el ginecólogo
sacó dos frascos y me preguntó a bocajarro: “Esta anestesia es peruana y esta
otra la importamos de Estados Unidos. ¿Cuál le ponemos a su señora?”. En mi
descargo debo decir que aunque todos los patriotismos y doctrinas identitarias
se me antojan una suerte de opiáceo narcótico, algo me decía que sería más
sencillo despertarse de una anestesia extranjera que del patriotismo
farmacológico.
EL PAÍS
me pide una reflexión acerca del barullo montado a colación (y colisión) de un
texto publicado en el blog Vano oficio, donde el escritor Iván Thays
opinaba legítimamente sobre cocina, literatura, nutrición e identidad nacional;
macedonia de temas que indignó a miles de blogueros peruanos y dejó perplejos a
cientos de internautas croatas (“¿por qué Macedonia?”). La verdad es que
siempre había pensado que mezclar la gastronomía con la identidad nacional era
como preparar un arroz con mango, hasta que descubrí que ese plato se llama Kao
Neawy es bandera de la repostería thai. Por lo tanto, no he
vuelto a usar esa expresión para que los tailandeses no piensen que me río de
su gastronómica identidad nacional, porque insondables son las recetas del
Señor.
Sin
embargo, estoy de acuerdo con Iván en que el concepto de identidad nacional
adherido al cine, la literatura, el fútbol o la gastronomía, no añade nada
singular o de intrínseco valor. Ahí están las pobres concursantes de Miss
Universo desfilando elegantísimas en sus identitarios trajes típicos
nacionales, para que al final siempre gane la que mejor desfiló en traje de
baño. No hay derecho.
Como de
la literatura jamás podría vivir, desde hace más de 15 años vivo de la
enseñanza del flamenco en Andalucía, como haría cualquier peruano de apellido
japonés instalado en Sevilla. Pues bien, gracias a mi trabajo he advertido que
a miles de paisanos míos también les indigna que los músicos andaluces hayan
incorporado el cajón peruano a la percusión flamenca. ¿Debería rasgarme las
vestiduras por el uso espurio de un instrumento peruano en España? Si en nombre
de la identidad nacional los peruanos le arrebatamos el cajón a los flamencos,
los españoles nos quitarían la guitarra y entonces los peruanos tendríamos que
expropiarles la papa y desde España –con toda la razón del mundo- nos dejarían
sin el idioma, y todos acabaríamos más ignorantes, más aburridos y peor
alimentados.
Una cosa
es alimentarse y otra muy distinta aplacar el hambre. Una cosa es el arte de
comer y otra bien diferente la ciencia de nutrirse. Existe la cocina peruana,
pero ello no implica que exista una gastronomía peruana, porque la gastronomía
supone una tradición literaria, una sensibilidad cultural y la historia de esa
sensibilidad. De hecho, la relación que hay entre cocina y gastronomía es la
misma que encontramos entre erotismo y sexualidad. La sexualidad puede existir
sin el erotismo, pero el erotismo precisa de la sexualidad. De ahí que elboom de la cocina peruana no suponga el boom de la gastronomía peruana, porque
ninguna figura relevante de la literatura o la historia peruana ha escrito un
libro semejante a las Memorias de cocina y bodega (1953) del mexicano Alfonso Reyes,
maestro de Borges y Octavio Paz. En el Perú recién están apareciendo
precursores estudios gastronómicos y los primeros tratados de nutrición, aunque
tampoco hay que confundir la gastronomía con la nutrición, pues entre la
gastronomía y la nutrición existe la misma relación que encontramos entre el
erotismo y la educación sexual. Y especialistas hay en educación sexual que no
se han comido ni una rosca y por lo tanto nunca serán gastrónomos, porque para
ser gastrónomo hay que ser promiscuo.
En mi
casa la promiscuidad culinaria era lo normal, pues cada una de las cuatro ramas
de mi familia venía de un país distinto: Perú, Ecuador, Italia y Japón. Y como
lo propio es lo que cada uno come en su casa, para los Iwasaki Cauti lo
cotidiano era pasar del «Lomo Saltado» al Katsu-dom, del Ossobuco a los «Llapingachos», del Suki-Yaki al Minestrone y de los «Muchines» al «Ají de
Gallina». Más bien, lo que a mí me extrañaba era que mis amiguitos del colegio
no conocieran todos esos platos, porque yo ignoraba que no eran platos
peruanos. ¿Y cuáles son los verdaderos platos peruanos?
En
realidad, los peruanos compartimos el mismo imaginario culinario con todos los
países andinos, pues el peruano Lomo a lo Pobre se llama Churrasco en Ecuador,
Bandeja Paisa en Colombia, Majadito en Bolivia y Pabellón en Venezuela. Lo que
cambia es el sabor, la sazón, el punto, la sensibilidad y todos esos misterios
que descifran los gastrónomos. ¿Cómo podríamos presumir de la peruanidad del
Tacu-Tacu si es la misma vaina que el Gallopinto de Costa Rica y los Moros y
Cristianos» de Cuba? En América Latina abundan guisos que tienen nombres
distintos aunque sean iguales, pero reconozco que lo más divertido es toparse
con platos que tienen el mismo nombre, aunque en cada país sean absolutamente
diferentes: el caso paradigmático es el locro.
En
efecto, de Uruguay a Venezuela, pasando por Argentina, Chile, Bolivia, Perú,
Ecuador y Colombia, el locro puede ser una caldereta de vaca, una sopa de papas
y queso fresco, una humita o tamal, un puré de choclo y calabaza, una cazuela
de papas con charqui o un guiso de pollo. El locro es tan filantrópico, que
consiente generoso diversas variantes nacionales e incluso regionales, porque
sólo entre Perú y Argentina reconocemos más de siete versiones de este plato
que tiene como base el maíz, la papa y el zapallo. El locro es de todos y de
nadie.
No
existen cocinas puras, impolutas y aisladas, pues hasta la milenaria cocina
japonesa se benefició del arte de freír pescado de los misioneros españoles y
portugueses, de quienes aprendieron a preparar tempura, un plato nada
sospechoso de mestizaje. ¿Y qué ocurriría con la cocina europea si de pronto
desaparecieran las papas, los tomates y los pimientos? ¿Qué harían suizos,
belgas y franceses sin nuestro chocolate? ¿Y por qué tiene que ser nuestro si la Sacher torte vienesa debería ser patrimonio de la
humanidad? Nuestro-nuestro -lo que se dice nuestro-
no hay casi nada, porque hasta los secos de res, cordero, gallina o cabrito que
guisamos en Ecuador, Perú y Bolivia, vienen del quorma afgano y el tallin
magrebí.
Si a Iván
Thays no le disloca la cocina peruana está en su derecho y él se la pierde,
pero reprocharle que no crea que la cocina peruana sea lonon plus ultra de la gastronomía mundial sí es una
arbitrariedad. De todos los ceviches que se cuecen en limón por América Latina
el que me encanta es el peruano de toda la vida, pero desde que en Lima me
infligen sofisticados ceviches de vanguardia elaborados con zumos de mandarina
o jugos de maracuyá, sin duda prefiero los ceviches chilenos y mexicanos. Por
eso cuando voy a Lima y no consumo el promiscuo menú
ítalo-peruano-nipón-ecuatoriano de la casa de mis viejos, me voy corriendo a
comer a El Suizo de La Herradura (tiene mandanga que mi
restaurante peruano favorito se llame El Suizo), donde los
ceviches todavía son como tienen que ser y los suspiros limeños aún no han sido
deconstruidos.
En
realidad, el patriotismo culinario no es perverso y hasta me inspira simpatía,
pero quienes sí me parecen malignos y peligrosos son los modernos adalides de
la cocina de vanguardia, porque han impuesto que el gigantesco tamaño de los
platos sea inversamente proporcional a la insignificante cantidad de comida que
nos sirven, de modo que comiendo menos encima paguemos más. Como Dios es
peruano espero que los condene a comer sin arroz, que por cierto es de origen
chino.
Fernando Iwasaki (Lima,
1961), escritor e historiador peruano. Sus últimos libros son Arte de
introducir (Ranacimiento), Sevilla, sin mapa y España, aparta de mí estos
premios (Páginas de Espuma).
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